Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     





QUE LA VITALIDAD DE CRISTO FLUYA POR NUESTRO INTERIOR

Domingo 29 abril 2018, 5º de pascua

Juan 15,1-8.

Carlos Pérez B., Pbro.

 

El domingo pasado escuchábamos que Jesucristo se comparaba con un buen pastor, y a nosotros con las ovejas de su rebaño. No es solamente una comparación bonita, sino lo importante es la relación de cuidado, de amor que él quiere establecer con cada uno de nosotros y con todos juntos.

Ahora Jesucristo se compara con un árbol de buenos frutos: la vid, y a nosotros con los sarmientos. Hay un flujo vital que recorre todos los árboles, desde la raíz, pasando por el tronco hasta llegar a las ramas, a las hojas, a los frutos. La savia es la vitalidad que mantiene vivas y sanas cada una de las partes de una planta.

Con esta comparación, de nueva cuenta Jesucristo nos expresa la relación estrecha e íntima que él quiere establecer con cada creyente, con todo ser humano: una relación de amor, de salvación, de salud, de espiritualidad, de sintonía con la voluntad del Padre. Esto que nos dice Jesús es totalmente lo contrario de ese catolicismo light (láit, ligero) que nos hemos inventado los católicos de nuestros días y en el que nos aferramos a permanecer. Este catolicismo, permítanme decirlo con energía, no sirve de nada, al contrario, resulta contraproducente, porque nos impide llegar a ser verdaderamente católicos, a ser verdaderamente de Cristo. El Papa Francisco nos dice en su reciente exhortación apostólica: Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada.

Nuestro señor Jesucristo no quiere católicos desperdigados, desprendidos de él, separados del tronco. ¡Para qué ser católicos así! Jesucristo quiere una relación permanente con él, no ocasional, no de vez en cuando, no cuando a la persona le nace del corazón. La savia en las plantas, y la sangre en los animales no fluye de vez en cuando, es constante.

Así es que, ¿cómo vivir esa relación con Jesús? En el estudio de los santos evangelios, en primer lugar. Imagínense a un católico, imagínense ustedes a sí mismos estudiando con asiduidad los santos evangelios. Serán como las ramas que están conectadas íntimamente al tronco, alimentándose de la savia que corre desde la raíz. La vitalidad de Jesús será la que fluya por nuestro interior, por nuestro espíritu. Esa vitalidad nos irá conformando con Jesucristo, nos irá moldeando, nos estará vivificando. Ya no será uno el que viva, sino Cristo el que viva en nosotros, como lo expresó san Pablo en su carta a los gálatas (2,20).

El estudio de los santos evangelios ha de hacerse en ambiente de oración, no como un estudio académico, no como quien quiere saber mucho de Biblia para presumir delante de los demás. Claro que así no, sino como quien busca en esas páginas sagradas al mismo Jesucristo. Y lo encuentra vivo como en aquel tiempo, en sus milagros, en sus enseñanzas, en sus encuentros salvadores con las personas, en sus conflictos, en su entrega de la vida.

Esa relación íntima con Jesucristo la vive el católico que participa en la Misa, cada domingo, porque ahí escucha a Jesús que le habla, que reúne a la comunidad como familia de Dios, que nos brinda su amor, su misericordia, su perdón, su consuelo. Ahí el católico escucha que es Jesús, no el sacerdote, el que le dice que en ese pan partido y en ese poco de vino se entrega él mismo, por la salvación del mundo. Jesucristo se hace alimento para nosotros. Nos nutre, nos fortalece, nos hace dar fruto.

Un católico que se alimenta de Jesucristo en la comunión, en la oración, en el estudio de los santos evangelios, es un católico que recibe la caridad de Cristo y ésta lo hace ir al mundo no con su propia caridad, sino con la de Cristo, para ser también, cada uno de nosotros, salvación para los demás.

 

 

 

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