Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     




JESÚS, El POBRE, UN PAN QUE LLENA DE VIDA

Domingo 19° ordinario. 8 de agosto de 2021

Juan 6,41-51.

Carlos Pérez B., pbro.

 

Continuamos escuchando y contemplando este amplio pasaje sobre el Pan de Vida, que empieza no con el discurso de Jesús, sino con la señal de darle de comer a miles de personas con tan solo cinco panes y dos pescados que traía un muchachito. Jesucristo les llama ‘señales’ a sus milagros porque una señal habla de una realidad mucho muy superior, que es la señalada. Este darle de comer a la multitud es señal de la gratuidad de Dios que le da de comer a todas sus criaturas desde hace millones de años; es señal de la vida en abundancia que Dios quiere prodigar sobre todas sus criaturas, a pesar de que esta humanidad no se cansa de causar la muerte; una señal del amor con que Dios nos ama, a pesar de ser tan pecadores; una señal de la equidad de Dios, porque todos comieron por igual y se saciaron. Pero, sobre todo, una señal del mismo Hijo de Dios, que se ha hecho alimento nutritivo y sustancioso para todos. Él es el Pan de Vida. Y sobre este punto, Jesucristo se explaya a lo largo de este capítulo 6 de san Juan. Lo estamos siguiendo estos domingos,

Los judíos (y me atrevo a decir que tampoco sus discípulos de aquel tiempo y los católicos de nuestros tiempos) no entendían la señal. Sus ojos y su corazón estaban velados (y los nuestros también) a esta verdad tan palpable: el que reparte los panes con tanta gratuidad es la gratuidad de Dios en persona. Ellos se preguntan: ¿cómo es que dice que ha bajado del cielo si conocemos su lugar de origen y toda su parentela? Este pasaje equivale en parte a la escena de la visita de Jesús a Nazaret, en los evangelios sinópticos. Si no tienen ojos para ver profundamente, ellos sólo ven a un artesano, un galileo, un pobre, como todos. Y eso que todavía no lo ven crucificado. Pero, por su parte, el Hijo de Dios no quiere forrarse del oropel mundano para llamar la atención. Es preciso que lo reconozcan como tal en esa sencillez y humildad. Y con esto, Jesús, hay que decirlo de paso, nos enseña a ver la gloria de Dios en los pobres.

¿Nosotros sí creemos que Jesucristo bajó del cielo? Pues no lo creamos hasta no leer los santos evangelios, hasta no conocerlo en esos escritos sagrados. Porque si decimos que sí, es que estamos pensando en un Cristo imaginario, en un ídolo que nosotros mismos nos creamos, y no en el Cristo verdadero del cual da testimonio la Iglesia apostólica.

A nosotros los creyentes cristianos no nos cuesta trabajo aceptar que Jesucristo es un ser celestial, no porque creamos que nos ha caído materialmente del cielo. Sabemos que tomó carne en el seno de una mujer como todos los seres humanos, pero su persona, su enseñanza, sus actitudes, su espíritu, su corazón, todo su ser no es de este suelo, confesamos que es el Hijo de Dios. Lo conocemos como un pleno ser humano, pero con una humanidad como sólo puede ser vivida por el Hijo de Dios. Para descubrir esto, se necesita una mirada atenta, un corazón abierto, un espíritu creyente. Es necesario leer pausadamente los cuatro evangelios, para palpar ahí cada momento de la vida divina de Jesús: su encarnación en el seno de una chica pobre de Nazaret, su nacimiento en las pajas de un pesebre de Belén, sus enseñanzas no como discursos teológicos sino por medio de parábolas tan llenas de sabiduría divina, sus encuentros con las personas, multitudes e individuos, especialmente con los pobres, con los enfermos, con los pecadores, aún en sus conflictos, con la manera como él se relacionaba y se enfrentaba con los líderes religiosos del pueblo; en fin, con su manera de entregar enteramente su vida.

Nuestro mundo de hoy, al parecer está cada día menos dispuesto a acoger a Jesucristo como su alimento para una vida plena. Porque esta vida presente tan llena de violencia y muerte, no merece ser llamada vida. Y si este mundo no se abre a la vitalidad de Jesús, la culpa la tenemos nosotros, los cristianos, porque no hemos sabido presentarles a Jesús tal como es él.

Ser atraído a Jesús es una gracia que hemos de agradecerle al Padre. Alimentarnos de Jesús es entrar en comunión de vida con él: escuchando su Palabra, aceptándola totalmente en nuestro interior, con toda obediencia, adecuando nuestra vida, nuestra mente y nuestro corazón a su Persona, a su Proyecto, a su Buena Noticia, comulgando con él en la reunión dominical de la comunidad, porque comulgar con Jesús exige necesariamente comulgar con aquellos por los que él dio la vida. A veces tomamos el sacramento de la Eucaristía solitaria y devotamente. Está bien, no digo que sea inválido, pero Jesucristo estará más contento cuando celebramos la Comunión con los pobres tomando juntos ese Pan que él parte con nosotros, como en aquella felicísima ocasión que nos comparte el evangelista.

(El próximo domingo vamos a dejar de lado el pasaje que nos tocaría escuchar sobre el Pan de Vida, porque la solemnidad de la Asunción de María trae sus propias lecturas. Pero el domingo 22 sí concluiremos la enseñanza del Pan de vida con la profesión de fe de Pedro que es la nuestra. ¿Es así?)

 


 

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