Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     




("¡Márchense todos a rezar y a hacer penitencia en el claustro! Lamento no poder ir yo también pues lo necesito mucho más que todos ustedes por tener más años y, en consecuencia, haber pecado mucho más... Ojalá esta humillación me haga aprender y expíe todos mis pecados de orgullo y los demás de mi vida”. (Beato Antonio Chevrier, Carta # 153).

 

MAESTRO DE ORACIÓN Y DE VIDA

Domingo 26 de octubre de 2025, 30° del tiempo ordinario – C

Eclesiástico (Sirácide) 35,15-17 y 20-22; Lucas 18,9-14.

 El evangelio. -

Lucas 18,9-14.-

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: "Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.

El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.

Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

Un comentario. -

Continúa nuestro Señor enseñándonos a orar. Jesucristo nos forma en la oración, en la humildad, pero tenemos que entrar a los santos evangelios para encontrarnos con él y dejar que nos forme. El domingo pasado, en este capítulo 18 de san Lucas, nos decía que nuestra oración ha de ser insistente, como la insistencia de la viuda que le exigía al juez que le hiciera justicia; y sabemos que también nuestra vida ha de ser insistente, como la de él, nuestro Señor, porque la oración y la vida han de ir siempre bien unidas.

Ahora, con otra parábola, nos enseña a ser humildes, no sólo a la hora de orar, sino en toda nuestra vida, porque la oración ha de expresar lo que somos y cómo somos en todo momento. Y la humildad no es una pose, una apariencia, no es algo que se finge, sino que más bien es una toma de conciencia. Somos poca cosa, somos pecadores, ¿quién se puede considerar inocente frente a la santidad de Dios?

En esta parábola, Jesucristo plasma magistralmente lo que él conocía a profundidad. Conocía su mundo, conocía su entorno, conocía a las personas, a las más religiosas y a las menos. Así como presenta al fariseo, así como describe al publicano, así eran cada uno de ellos, en aquella sociedad y cultura tan religiosa, a la que ciertamente le faltaba ese toque propio del Hijo de Dios.

El fariseo oraba así como nosotros oramos recitando la liturgia de las horas, a veces sin darnos cuenta. Sí recitamos oraciones con la mentalidad del antiguo testamento: "¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta… ¡No así los impíos, no así!  Que ellos son como paja que se lleva el viento” (Salmo 1); "El Señor me recompensa conforme a mi justicia, me paga conforme a la pureza de mis manos; porque he guardado los caminos del Señor, y no he hecho el mal lejos de mi Dios. Porque tengo ante mí todos sus juicios, y sus preceptos no aparto de mi lado; he sido ante él irreprochable, y de incurrir en culpa me he guardado. Y el Señor me devuelve según mi justicia, según la pureza de mis manos que tiene ante sus ojos” (Salmo 18,21-25); "¿Quién subirá al monte de Yahveh? ¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura” (Salmo 24).

En cambio, hay otros salmos en que recitamos con toda humildad: "Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí” (Salmo 51); "Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón” (Salmo 130).

Jesucristo nos enseña a no poner la atención en nosotros mismos, en nuestra justicia, en nuestras ‘virtudes’ o ‘méritos’, sino en la justicia de Dios, en su misericordia, en su gratuidad.  Recordemos lo que Jesús nos enseñó en la oración del ‘Padre Nuestro’, y que recitamos tan frecuentemente como superficialmente: "perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Los cristianos hemos de orar como el publicano: "Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. Sólo así obtendremos el perdón y la misericordia de Dios.

En casa de un fariseo, Jesús le puso de ejemplo a una mujer que se acercó a él a llorar sus pecados besando sus pies. "Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos… Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor” (Lucas 7,44).

Por eso, la Misa la empezamos con el acto penitencial. Y antes de acercarnos a tomar la Comunión sacramental, recitamos el "Cordero de Dios, ten piedad”, y el "Señor, yo no soy digno”.

Muchos católicos repiten, y tienen mucha razón, que a Misa vamos los que tenemos necesidad de Dios, de su misericordia y su perdón, no los que se creen más santos y no tienen necesidad de Dios.

 

Su hermano: Carlos Pérez B., Pbro.


 

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