Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


 
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EL MATRIMONIO DE HOMOSEXUALES
Martes 29 de diciembre del 2009
Carlos Pérez B. pbro.
     La aprobación en la Asamblea Legislativa del D. F. del matrimonio entre dos personas independientemente de su sexo, ha levantado ampolla al menos en la jerarquía de nuestra Iglesia. Varios obispos se han pronunciado sobre el asunto. Parece que no hay encuestas al respecto entre la feligresía católica, los hermanos separados y la ciudadanía en general.
     Yo quiero distinguir dos cosas: una es la relación y la unión de hecho entre dos personas del mismo sexo y otra cuestión es la ley que las permite y protege.
     Nuestro papel de Iglesia en medio de este mundo con tanta diversidad de pensamientos y de prácticas, de ideologías y corrientes, es la de anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, el modelo perfecto del ser humano, el modelo de sociedad y de mundo.
     Así es que, por una parte, como consecuencia de este anuncio, sostenemos que la Sagrada Escritura, Palabra de Dios, con toda claridad nos habla del matrimonio como la unión permanente, indisoluble, fiel, entre un hombre y una mujer. Pero no solamente la Biblia nos habla de ello, también la naturaleza es Palabra de Dios. Con toda humildad, pero también con toda firmeza, tenemos que confesar que el ser del hombre y de la mujer nos están gritando lo que son, el sello que Dios ha impuesto en ellos desde su creación.
     Esto por un lado, pero por el otro, como que a nosotros no nos toca imponer, repito esta palabra, imponer las leyes y costumbres que deban tener quienes no son miembros de nuestra Iglesia. Ni siquiera lo hacemos con los de dentro, menos con los de fuera.
     Nuestra Iglesia no puede impedir que dos personas del mismo sexo libremente se unan para compartir casa, alcoba y vidas. No lo podemos hacer ni siquiera con personas de distinto sexo, aunque sean miembros de la Iglesia, como de hecho es grande la cantidad de parejas católicas que no están casadas por la Iglesia.
     Nosotros no estamos de acuerdo con el divorcio, y sin embargo, desde nuestras leyes de reforma el matrimonio civil, su establecimiento y su rompimiento es cosa de la sociedad y no sólo de la Iglesia.
     Tampoco estamos de acuerdo con la prostitución, y sin embargo está legalizada en nuestro país. Ni estamos de acuerdo en que una pareja de malandros, o drogadictos, o simplemente desobligados tengan relaciones sexuales y traigan hijos al mundo. No quiero ni pensar que nuestra Iglesia vaya a asumir un día el papel que tuvo en la Edad Media de dictar leyes y gobernar a la sociedad en sus asuntos civiles. Esto es ejercer como poder y no como sierva de la salvación.
     Lo mismo tendríamos que decir de muchos otros asuntos a los que ya nos hemos acostumbrado y frente a los cuales tenemos que seguir siendo profetas de nuestro Señor. Ahí está los salarios y prestaciones de obreros y campesinos, bien legalizados por lo que llamamos "salario mínimo”, así como la injusticia, los grandes capitales, etc., etc. Todo esto bien establecido en nuestras leyes.
     Por ello yo digo y pienso que nuestra jerarquía eclesiástica debe tomar otro tono en su oposición a estas cuestiones de nuestra sociedad.
     Si dos personas del mismo sexo deciden unirse en "matrimonio”, cosa que no podemos impedir, tienen derecho a que las leyes las protejan: sus propiedades, su recurso a los servicios de salud, vivienda, herencia, etc. Que le llamen matrimonio o no, es algo que no nos toca a nosotros, como tampoco hemos podido impedir que le llamen "posada”, o "navidad” a lo que no lo es. De manera especial nos lastima que se les reconozca su derecho a adoptar hijos, pero aún en esto, ¿a cuántos padres de familia tendríamos que cancelarles el derecho a los hijos: porque no los sostienen, porque no los educan, porque les ofrecen un ambiente desintegrado? Las parejas del mismo sexo nos dirán que no por ser del mismo sexo ya por eso los vamos a equiparar con malandros que aparecen en los periódicos protagonizando escándalos. En esto de afectar a terceros, la ideología actual de "mis" derechos está impregnada de una fuerte dosis de egoísmo: cuentan mis derechos, no los de los demás.
     Ya no estamos en una sociedad de Nueva Cristiandad en la que la Iglesia juega el papel de poder, sino que vivimos en una sociedad laica. No renunciamos a nuestra palabra y a nuestro testimonio. No renunciamos a ello, pero sí somos conscientes de que tanto palabra como testimonio han perdido mucha fuerza en estos tiempos por causa de la debilidad de nuestra vida cristiana, tanto en laicos como en clérigos, por tantos escándalos en que nos hemos visto envueltos, porque no vivimos la vida de Cristo, su pobreza del pesebre, porque no somos profetas valientes, porque nos hemos acomodado al mundo y a sus poderes, porque nos ven atados a las cosas del mundo.
 

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