Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


 
JESÚS LLAMA A PECADORES...
Y LOS FORMA
Comentario a las lecturas del domingo 7 de febrero del 2010, 5º ordinario. Lucas 5,1-11.
Carlos Pérez Barrera, pbro.
 
     El evangelio, la primera y la segunda lecturas nos hablan de pecadores a los que Dios ha llamado a trabajar en su Obra. Se trata del profeta Isaías y del apóstol Pablo, además del personaje del evangelio, el primero de los apóstoles, san Pedro. En la primera lectura escuchamos que, ante la revelación de la santidad de Dios, el tres veces santo, Isaías se siente anonadado, y toma conciencia y confiesa humildemente su condición de pecador: "soy un hombre de labios impuros,..” Igualmente san Pablo reconoce ante su comunidad su indignidad para ser apóstol: perseguidor de la Iglesia antes de ser llamado, el último de los apóstoles, venido a la Iglesia como un aborto. Y por último, Simón Pedro, frente a la revelación que hace Jesús de sí mismo en el milagro de los peces, se tira a los pies de Jesús para suplicarle que se retire de él porque es un pecador. Me gustaría que usted repasara estas imágenes en su Misal o preferentemente en su Biblia. ¿Por qué Dios ha decidido llamar a estos pecadores no sólo a la salvación de ellos, sino a ser instrumentos para la salvación de los demás? Nuestra primera respuesta podría ser: porque no hay de dónde escoger, todos somos pecadores, al que le ponga la mano Dios, tendrá una cola muy grande que le pisen.
     Pero la cuestión es más de fondo. Así como el domingo antepasado veíamos que la gratuidad de Dios se hace más transparente cuando el evangelio es para los pobres, así hoy decimos que la gracia de Dios se hace más palpable cuando él llama a pecadores. Es que no son los méritos o las cualidades de los hombres lo que Dios quiere lanzar por delante, sino su propia Santidad, su Gracia, su Buena Noticia. Nosotros, los sacerdotes, los obispos, todos los cristianos, ¿nos creemos mejores que el resto de la gente? Desde luego que no. También nosotros nos ponemos de rodillas frente a Jesús para confesarle que somos pecadores, para pedirle que nos perdone pero que no se junte con nosotros, ni mucho menos que nos llame en su seguimiento para colaborar en su obra salvadora. Pero él es el que nos llama insistentemente, no somos nosotros los que nos apuntamos para ser sus trabajadores. Esta conciencia de ser pecadores no la debemos perder nunca, porque el día en que nos creamos mejores que los demás, ese día estaremos desplazando de su lugar y de su protagonismo al mismo Dios, el que de veras es tres veces Santo. Nosotros sólo somos empleados del que es Santo, humildes e indignos de la tarea que él nos encomienda. Y no sólo se trata de humillarnos y reconocernos pecadores delante de Jesús, sino también frente a nuestros hermanos.
     Pedro se arrodilló delante de Jesús, y Pablo se confiesa pecador, no en la intimidad de su oración frente a Jesús, sino frente a la comunidad cristiana de Corinto, comunidad que vivía en el seno de una sociedad pecadora, que como ciudad portuaria tenía lo que tienen en la actualidad nuestras ciudades fronterizas: prostitución, amalgama de todo tipo de religiones o idolatrías, divinización del comercio y del consumo. Sin embargo, fíjense lo que son las cosas. Mientrs que la comunidad creyente que está detrás del evangelio según san Lucas no ocultó esta imagen del primero de los apóstoles, nuestra Iglesia prefiere vivir de apariencias, hablo de jerarquía y pueblo. Escodemos en primer lugar los defectos y los pecados de los clérigos, y creamos la imagen de que somos intachables, dizque para no provocar escándalo a la feligresía.
     No se trata de presumir que somos pecadores, de lo que se trata es de no presentar una imagen que no nos corresponde. Al menos yo me quedo con el evangelio, porque las costumbres de nuestra iglesia la verdad es que me repugnan.
     Ciertamente a los sacerdotes se nos pide más que vivamos las exigencias de Jesús, pero lo importante es que lo cumplamos, no que nos quedemos en las apariencias. Aún cuando haya sacerdotes y obispos muy santos, porque hay que reconocer que sí los hay, o por lo menos muy buenos, de todas maneras de lo que se trata es de que aparezca la santidad de Dios y no de sus criaturas. San Pablo lo expresa magistralmente: por la gracia de Dios soy lo que soy. Él no es apóstol por una grandeza personal, sino sólo porque Jesucristo lo ha llamado gratuitamente, antes de convertirse, siendo pecador, siendo un perseguidor de la Iglesia. Así nosotros, tanto sacerdotes, religiosas, como laicos. Somos cristianos no porque Dios se haya fijado en nuestros valores personales y propios. Somos catequistas, servidores de la liturgia, o sacerdotes, no por méritos propios, sino porque Jesús es la gratuidad en persona, él nos ha invitado a colaborar, y nos ha constituido como tales, por pura gracia. Esto no hay que decirlo solamente, tenemos que vivirlo a profundidad. Para que nunca, en ningún momento, en ninguna circunstancia nadie se engría, se envanezca, para que a nadie se le suba a la cabeza su cristianismo, su apostolado, ni siquiera a un obispo, debemos recordar que Jesús nos llamó desde nuestra condición de pecadores, desde nuestra situación de indignidad. Por eso el apóstol de Jesús deberá ser siempre una persona humilde, servidora. Yo este llamado le hago a toda la gente: todos los católicos debemos ser humildes y servidores de la causa de Jesús. Vamos a Misa por la invitación gratuita de Jesús, no porque nos haya nacido del corazón. A quien diga que va a Misa porque le nace del corazón, hay que decirle que cómo es presumido, que ha de tener un corazón grandísimo, del tamaño de la capilla, porque ir a misa es una cosa muy grande. Pero no. Todos los que vamos a Misa lo hacemos por la invitación gratuita de Jesús, no porque nos nazca del corazón. Por eso decimos en un momento de la Misa: "Señor, no soy digno.., pero una palabra tuya”, confiado en tu palabra, decía Simón Pedro. Y además de reconocernos pecadores ante la santidad de Dios, debemos dejar que él nos trabaje. No se trata de conformarnos con nuestra condición pecadora. Dejémonos hacer, moldearnos por la santidad de Dios. Dios, por medio de su santo Espíritu, y por medio de la comunidad realiza su trabajo.
     Y por último, no basta con reconocer que somos pecadores. En las siguientes páginas del evangelio, vamos a ver cómo Jesucristo va a trabajar en estos discípulos que ha llamado. Si reconocemos con sinceridad que somos pecadores, entonces debemos permitir que Dios nos trabaje, que nos moldee por medio de su santo Espíritu, también por medio de la comunidad y por todos los medios de los que él se quiera servir.
 

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