Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


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La ilusión de gobernar
DIZÁN VÁZQUEZ
Este artículo se publica después de las elecciones del 4 de julio, pero lo escribí antes de esa fecha. Por tanto, en ese momento no sabía quiénes iban a ser los nuevos funcionarios elegidos por el pueblo para los distintos niveles de gobierno. Sin embargo, sean quienes sean, creo que es muy poco lo que podemos esperar de ellos.
Nos enseña el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia que "La autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad, sin suplantar la libre actividad de las personas y de los grupos, sino disciplinándola y orientándola hacia la realización del bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales” (n. 394). El bien común es definido por el Compendio como "el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (n. 164).
Las exigencias del bien común tienen que ver con el respeto y la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales, nos dice también el Compendio, y tales exigencias se refieren "al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de las cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa” (n. 166).
Pues bien, en la situación en que vivimos, prácticamente ningún gobernante, sea del poder ejecutivo, del legislativo o del judicial, está garantizando ni puede garantizar dicho bien común. Y la cosa se agrava proporcionalmente a medida que descendemos desde las máximas autoridades federales hasta las mínimas municipales, pasando por las estatales.
Todos sabemos lo endemoniadamente fuerte que se ha vuelto otro poder fáctico en nuestro Estado (y país), y no para impulsar el bien común sino el "mal común”. Ese "gobierno” (aunque no sé a cuál de los dos gobiernos paralelos habrá que ponerle las comillas) es el crimen, el organizado y el desorganizado.
Ante la vista impasible o impotente de nuestras autoridades, los criminales son los que verdaderamente nos gobiernan (mediante el terror, obviamente). Se han apoderado de nuestras calles y de nuestras carreteras, entran impunemente a nuestras casas, nos cobran los más altos impuestos, tanto a las personas físicas como a las morales, abren y cierran negocios cuando les place, no nos cobran tenencia pero se llevan todo el carro, nos han puesto en prisión en nuestras propias casas, obligándonos a poner rejas hasta en los tiros de las chimeneas y cuatro chapas en cada puerta. Mientras nuestras autoridades discuten indefinidamente sobre las penas que hay que aplicar por cada delito, y cuando las decretan no las aplican, ellos imponen a cada rato, sin tentarse el corazón, la pena de muerte a cualquier ciudadano, sin importarles si es culpable o inocente. Son los que mueven la economía en vastas regiones y hasta seducen el corazón de amplios sectores de la población convirtiéndolos en simpatizantes y colaboradores, y hasta los niños y jóvenes se plantean esa actividad como una posible vocación, dado su éxito económico y su nula tasa de desempleo.
Ante esta situación, creo que es legítimo preguntarse: ¿quiénes nos gobiernan realmente? Lo que nuestros gobernantes han obtenido con una raquítica mayoría absoluta en las urnas no es más que una simple ilusión de gobernar. Es muy poco el margen de maniobra que les queda. Su papel se reduce al que desempeña la reina de Inglaterra o el presidente de Italia, por citar sólo dos ejemplos de regímenes parlamentarios: decir discursos bonitos y cortar listones en las inauguraciones, mientras el pueblo sigue muriendo o sobrevive en el temor.

 

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