Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     



Independencia, Reforma, Revolución:
La difícil relación entre liberalismo y catolicismo en México
DIZÁN VÁZQUEZ
El 200 aniversario del inicio de la lucha por la independencia de México marca también el inicio de una gran paradoja religiosa: una Iglesia mayoritaria, es decir una población que por ser masivamente católica forma esa Iglesia, que es cada vez más excluida del espacio público, es decir, impedida de aportar su contribución como tal a la construcción de México.
La razón de esto es que a partir de la Independencia, alcanzando su culmen en la Reforma y su expresión más extremista en la Revolución, se fue imponiendo en México una ideología supuestamente liberal que encontró en la Iglesia su más firme oponente.
Para entendernos mejor, aclaremos un poco los términos: la palabra liberalismo tiene diversas acepciones. Comenzaré con una afirmación sorprendente: el verdadero liberalismo nació como propuesta de la Iglesia Católica, de esa Iglesia a la que los liberales de hoy tachan de oscurantista, de conservadora, de antiliberal, y sin embargo este liberalismo actual no hubiera podido germinar sino en el terreno fecundado y cultivado por el pensamiento cristiano. El liberalismo es propio de la cultura occidental, la cual fue engendrada por la filosofía política griega, el derecho romano y el sentido de justicia de los profetas de Israel, que culminó en Jesucristo. Este tercer elemento, gracias a la Iglesia Católica, asumió, purificó con la luz del Evangelio los otros dos elementos para crear un mundo nuevo que nació de las ruinas del antiguo Imperio Romano, el mundo de la cultura occidental, que aportó al resto del mundo las mejores instituciones de la vida moderna: la democracia, el respeto a la dignidad y a los derechos de la persona, la justicia social, instituciones jurídicas como la separación de poderes, etc., aun con las ambigüedades e imperfecciones que suelen manchar toda actividad humana. De esta manera, el liberalismo, al igual que el racionalismo, el marxismo y todos esos ismos de los que el hombre moderno está tan orgulloso, no se dieron en otras culturas, impregnadas por otras religiones. ¿Será pura casualidad?
El liberalismo actual tiene su aplicación en dos campos principales: el político y el económico. Aquí me fijaré sólo en el primero por razón de espacio. En lo político, el principio básico del liberalismo es la limitación del poder del Estado, acotado por la libre voluntad de los ciudadanos. Va, pues, contra toda pretensión de poder absoluto de un Estado que tiene su personificación en el gobernante: el rey absoluto, el dictador, etc. De hecho, las revoluciones liberales se levantaron contra el Antiguo Régimen, el del despotismo y el despotismo ilustrado.
El segundo principio del liberalismo es la estricta separación Iglesia-Estado. En el liberalismo, el Estado, que paradójicamente vuelve a caer en el absolutismo que combatió, no reconoce ningún poder ciudadano organizado en cuerpos intermedios entre él y el ciudadano. A éste sólo lo reconoce como individuo o conjunto de individuos, que por un contrato social delegan su autoridad en el Estado. Por eso el Estado liberal mexicano, o controla o elimina toda corporación u organización de la sociedad civil. Eso hizo con los gremios, sindicatos, agrupaciones empresariales, ejidos, etc. La Iglesia no tenía otra alternativa que uncirse a su carro triunfal o bien quedar eliminada. Como no pudo lograr ninguna de las dos cosas, la redujo al silencio, a la privacidad, a la muerte civil con el desconocimiento de su personalidad jurídica.
Aquí viene otra paradoja: una acusación liberal es que la Iglesia es aliada del despotismo y partidaria de la unión Iglesia-Estado. Pero, asómbrese: fue precisamente la Iglesia Católica, la que ya desde que existía en el seno del Imperio Romano, iluminada por el principio de "den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21), se opuso terminantemente al absolutismo y a la confusión entre lo sagrado y lo profano, reconociendo a ambas realidades su propia dignidad, pero también su mutua autonomía. Aún después, cuando recibió carta de ciudadanía en el Imperio, se resistió siempre a quedar absorbida por un Estado al que obedecía en su ámbito pero exigía respeto en el propio. Esta es la línea que ha seguido siempre, al menos en el plano de los principios, a través de grandes pensadores y documentos del Magisterio (ver, por ejemplo, la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II, y el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia).
Esta fue también la doctrina política que movió el ánimo de nuestros insurgentes, que si bien eran ilustrados, lo eran por lo general dentro de la gran tradición liberal de la Iglesia a la que me he referido. Todos ellos eran católicos que lucharon contra otros católicos, los realistas, que se querían mantener fieles al regalismo del Antiguo Régimen, una doctrina que, curiosamente, será retomada por los liberales mexicanos cuando éstos, a diferencia de los insurgentes, se alejen de los principios cristianos y renieguen de la fe de sus padres en aras de una libertad que con el tiempo ha ido cayendo cada vez más en el racionalismo, el secularismo y el relativismo que vemos hoy en nuestra sociedad.

 

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