Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


 
 
ALÉGRENSE CONMIGO Y HAGAMOS FIESTA
Comentario al evangelio del domingo 24º ordinario, 15 de septiembre del 2013
Lucas 15,1-32.
 
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
 
     En este mes de la Biblia y siempre, queremos hacer conciencia en todos los católicos del lugar que debe ocupar la Palabra de Dios en nuestra vida cristiana y nuestra vida de Iglesia. No es tarea fácil porque estamos muy habituados a un catolicismo de prácticas piadosas: rezo en la mañana, en la noche, tener la devoción por un santo, de vez en cuando ir a misa. Con eso cada quien se queda satisfecho. Pero eso no es ser discípulo de Cristo. La Palabra de Cristo es la que me hace discípulo, a la manera que él quiere, no como yo quiero. Por eso el discípulo ha de escuchar esa Palabra para dejarse hacer por ella, para entrar en su obediencia.

     Hoy tenemos un ejemplo excelente de cómo Jesucristo es el que nos da forma de discípulos por medio de su Palabra. Los domingos pasados nos había regalado una Palabra enérgica y exigente: la puerta estrecha, el rechazo a quienes no quisieron entrar por esa puerta; las condiciones tan radicales para ser discípulos suyos. Pero ahora su Palabra se torna llena de ternura: Dios es todo misericordia para con nosotros que le hemos fallado. Aquí se ve claramente qué clase de cristianos y qué clase de Iglesia quiere Jesús.

     Tanto en la sociedad como en la Iglesia los seres humanos y los cristianos somos proclives al pecado, parece que son propias de nuestra debilidad las caídas: el egoísmo, el odio, la violencia, la envidia, el consumismo, la muerte contra el hermano, la indiferencia ante sus necesidades, los ídolos que nos fabricamos para rendirles adoración... En el Antiguo Testamento, lo hemos escuchado en el libro del Éxodo, el pueblo era un pueblo rebelde; el salmo, por su parte, es la oración de un pecador arrepentido, que bien puede estar en boca de la persona más religiosa; san Pablo, en la segunda lectura, reconoce haber sido un blasfemo y un perseguidor de la Iglesia, pero lo hace para exaltar la misericordia de Dios ejercida gratuitamente para con los pecadores.

     Ésta es la verdad que nos revela Jesucristo tan magistralmente. Nadie podría expresar tan vivamente esta verdad como lo hace Jesucristo, no sólo con estas tres parábolas, sino con toda su persona, con su comportamiento haciéndose accesible a los pecadores, buscándolos como un pastor busca a su oveja perdida. Dios no quiere que ninguno de sus hijos se pierda, por eso sale a su encuentro con toda gratuidad, sin detenerse en la deuda contraída o los derechos perdidos. Dios es como un padre que ama a sus hijos. La comparación es ciertamente limitada, porque en este mundo no hay un padre que ame tanto y tan gratuitamente como Dios. Su amor llega al extremo de la entrega total de su Hijo en la cruz (veamos Rom 5,8).

     Es el amor el que produce en él la alegría que es la constante en la Palabra que hemos escuchado y proclamado: "devuélveme la alegría de tu salvación” dice el salmo. Y las parábolas: "alégrense conmigo… celebremos una fiesta”, ¿por el pecado? No. Por el retorno de los pecadores.

     Así debemos vivir y celebrar la conversión y la reconciliación de todos nosotros. Entre más "religiosos” seamos, más debemos contagiarnos de la alegría del Padre de los cielos. Todos los seres humanos, no solamente los cristianos, estamos convocados por Jesucristo, el Hombre Nuevo, a entrar en esta pedagogía de Dios: el amor es el que convierte profundamente a las personas, no tanto la vara o el castigo. Nuestras cárceles deben ser sólo una protección para los inocentes pero no una condena para los que han sido encontrados culpables. Para ellos sea también nuestra misericordia como es la del Padre. Éste es el evangelio que llevamos a todo el mundo.

 
 

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