PARA QUE LLEGUEMOS A SER
SERES DEL ESPÍRITU
Domingo de Pentecostés, 8 de
junio de 2025
Hechos de los apóstoles 2,1-11; Salmo 104; Juan 20,19-23.
Carlos Pérez B., Pbro.
Hoy nos ha tocado escuchar
dos versiones diversas, pero que se enriquecen mutuamente, sobre el
acontecimiento que corona la encarnación y la redención fraguada por Dios
nuestro Padre y realizada en su Hijo eterno: la venida del Espíritu Santo.
San Lucas, en el libro de
los Hechos de los Apóstoles, primera lectura, nos dice que sucedió en el
‘cincuentavo día’ (pentecoste hemera) de la pascua de Jesús. Estas siete
semanas, que culminan con el cincuentavo día, son la plenitud de la obra de
Dios.
San Juan, por su parte, nos
dice que todo esto sucedió el mismo día de la resurrección, el primer día de la
semana judía, al tercero de su muerte en la cruz, el gran Domingo que se
extiende hasta nuestros días porque Dios no se cansa de dar la vida y de darnos
constantemente su santo Espíritu, para que esta corporalidad (¿animalidad? Sí,
en su sentido positivo, porque somos creación de Dios) se vea impregnada de
espiritualidad, de Espiritualidad.
Sin este baño profundo del
Espíritu Santo, el Evangelio de Jesucristo habría quedado trunco, mocho. Se nos
hubiera quedado como un buen recuerdo: el Hijo de Dios dio su vida en una cruz
como lo hacen tantos héroes en nuestra historia de la humanidad. Habrían sido
las buenas intenciones de nuestro Dios. Y, para acabar, esta obra se habría
quedado en nuestras manos como tantas empresas que tomamos y terminan en el
fracaso. ¿Por qué? Porque entran en juego nuestros intereses personales,
nuestros egoísmos, nuestras inclinaciones hacia el ego, nuestros materialismos,
etc. Habría terminado predominando nuestra carnalidad, como de hecho así
tenemos nuestro mundo, hecho una selva de fieras salvajes. No exagero. Miremos
Gaza: tantos niños, mujeres, ancianos, condenados al hambre, al exterminio, al
genocidio, ante la mirada pasiva de las naciones, empezando por sus gobiernos…
empezando por los gobiernos que más recursos e intereses tienen. Y,
desgraciadamente, esto no es un caso único. Predomina en todo lo redondo de
nuestro planeta.
El Espíritu Santo es la
gran necesidad que tenemos todos los seres humanos y toda la humanidad entera
en su conjunto. Jesucristo sopló sobre sus discípulos, también sobre nosotros,
no tanto para que llegáramos a ser unas buenas gentes, sino para que fuéramos
sus enviados, como lo escuchamos en el evangelio de hoy, sí para que lleváramos
ese Espíritu a todo el mundo. ¿Cómo puede este mundo transformarse profundamente
en la creación que Dios ha querido desde el principio? Sólo con la fuerza, con
la luz, con la vitalidad de su santo Espíritu. Estamos en un paso intermedio en
este proceso prolongado de la creación, Dios quiere recrearnos pero nos
resistimos, nos aferramos a lo nuestro. Dios quiere hacernos seres del
Espíritu, hombres y mujeres del Espíritu.
¿Nos imaginamos cómo será
esta humanidad cuando todos nos dejemos impregnar y conducir por el Espíritu de
Dios?
Sería de mucho provecho
para nuestra espiritualidad y para nuestra labor apostólica, que cada uno de
nosotros hiciera un repaso del evangelio según san Juan (o en los cuatro
evangelios) sobre el rastro del Espíritu en el ministerio de Jesús; desde el
capítulo primero, con el testimonio de Juan: "Juan dio testimonio diciendo: He visto al Espíritu que bajaba como una
paloma del cielo y se quedaba sobre él” (Juan 1,32); pasando por el diálogo
de Jesús con un hombre muy religioso, Nicodemo, en el capítulo 3: "Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido
del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tienen que
nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de
dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Juan
3,6-8); hasta llegar a la última Cena: "Pero
el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les lo
enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14,26).
A la familia del Prado nos
haría bien repasar las páginas fantásticas, antes de que aparecieran los
modernos movimientos carismáticos protestantes y después católicos, que nos
dejó el padre Chevrier en el Verdadero Discípulo: "Renunciar al propio
espíritu” (págs. 205 a 234).